Después de la bofetada recibida en las elecciones del domingo, los dirigentes del Frente Amplio (FA) han comenzado a manejar ideas para revertir una situación entre cuyas causas está, claramente, el descontento de muchas personas que se sienten frenteamplistas pero que decidieron votar en blanco, notoriamente en Montevideo pero no sólo en ese departamento. Uno de los diagnósticos que han comenzado a circular atribuye tal conducta a un reclamo de cambios en la estructura del FA: parece poco probable que ésa sea la causa principal, pero es cierto que el problema estructural existe, y en cierta medida tiene, además, relación con otras insatisfacciones.
Los capilares son vasos sanguíneos de muy pequeño calibre, una menuda y frágil trama extendida por todo el cuerpo humano. Comparados con el poderoso corazón o con las grandes arterias y venas, parecen insignificantes, pero de ellos dependen funciones decisivas. Constituyen una vasta “frontera” para el intercambio entre el exterior y el interior, y su permeabilidad es crucial. Si los capilares no cumplen su tarea, el individuo come pero no puede absorber lo que necesita de los alimentos; inspira y espira pero no es capaz de incorporar oxígeno: en otras palabras, tiene a su alcance lo que le hace falta pero no logra aprovecharlo.
Comparar los procesos políticos con los biológicos tiene sus riesgos, pero puede resultar útil pensar que al FA le están fallando los capilares (aunque también podría explorarse, como metáfora, un diagnóstico de arterioesclerosis). La invención frenteamplista de los comités de base tuvo entre sus finalidades declaradas constituir una frontera de intercambio entre la estructura y el resto de la sociedad, pero hace muchos años que el tránsito en esa zona está tan bloqueado como el puente General San Martín.
Para muchos de los escasos militantes con que cuenta la fuerza política gobernante, la referencia principal de su actividad no está “afuera”, sino en el interior de la estructura. Claro está que la responsabilidad de que esto suceda no es solamente de esos militantes, sino también de sus dirigentes, que no han sabido o no han querido cambiar la situación, y que en algunos casos parecen preferir que el “aparato” no funcione, porque piensan que les conviene más relacionarse con el público sin intermediarios.
Hay, lógicamente, costos en varios terrenos. Por ejemplo, se debilita la capacidad de identificar descontentos y demandas sociales, y por consiguiente la de corregir errores o renovar las propuestas programáticas. También disminuyen las posibilidades de formar opinión ciudadana en el contacto directo y cotidiano. Y, por supuesto, se resiente el desarrollo de la identidad frenteamplista, así como la tarea de convencer a otras personas de que confíen en el FA.
Lo anterior puede parecer muy general, y conviene ver cómo se producen esos efectos en situaciones concretas. Cuando falla el contacto capilar del FA con la gente común y corriente, puede suceder -y a menudo sucede- que ganen incidencia los actores sociales organizados, que no necesitan intermediarios para hacerse oír y ejercer presión sobre políticos y organismos de gobierno. Por ejemplo, el sindicato de los trabajadores de la Intendencia de Montevideo. Por ejemplo, las empresas de transporte urbano de pasajeros que operan en ese departamento. En ambos casos, los perjudicados son sectores mucho mayores de la ciudadanía, afectados e irritados por acciones u omisiones de esos actores organizados, y que se sienten desamparados por los gobernantes departamentales en los que confiaron para que defendieran sus intereses.
La pérdida de contacto capilar entre los partidos y la sociedad es un fenómeno contemporáneo que no afecta sólo al FA, pero se supone que debería importar más cuando se mira desde la izquierda. Tampoco es un problema circunscrito a las intendencias: incide también en la relación entre la ciudadanía y el gobierno nacional. Verlo venir puede ser útil para evitar bofetadas más dolorosas.
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