Pocos días después de la caída de las Torres Gemelas, hace ya una década, la sucursal del Banco República en Manhattan recibió una amenaza de atentado por parte de una presunta organización islámica, un hecho que ameritó una investigación del FBI en Nueva York y el accionar de la embajada uruguaya en Estados Unidos.
Considerado el primer ataque bélico a Estados Unidos desde Pearl Harbor, el impacto a nivel global y mediático fue tan trascendente que no hay prácticamente nadie que no recuerde qué hacía ese día o cómo se enteró del atentado, un hecho que hemos repasado a través de testimonios durante esta semana.Durante un tiempo, Nueva York se convirtió en una megalópolis paranoica y convulsionada a la espera de un próximo golpe, una realidad que el terrorismo islámico aprovechó, fomentando una sensación de inseguridad creciente. Se tejieron por entonces todo tipo de hipótesis sobre futuros atentados: se especuló con ataques químicos a través de la correspondencia, con un envenenamiento del sistema de agua potable y la colocación de bombas en los puentes que unen a Manhattan con el continente.
En una realidad en la que se mezclaban los temores fundamentados y los absurdos, mezclando los límites, parte de esta realidad golpeó incluso a dependencias estatales uruguayas.
La amenaza al BROU
En setiembre del 2001, la sucursal en Manhattan del Banco República se encontraba aún en el Rockefeller Center, uno de los centros financieros de la Gran Manzana (señalado por la prensa como zona de riesgo tras los atentados). La sede del BROU estaba ubicada en el piso 30 de un edificio contiguo al Radio City Music Hall, en la esquina de la Sexta Avenida y la Calle 50.
Unos días después de que los dos aviones conducidos por Al Qaeda se estrellaran contra las Torres Gemelas, la sede del BROU recibió un curioso sobre en la casilla de correspondencia del edificio. Se trataba de una carta dirigida al gerente de la sucursal, escrita con letras de diario recortadas y firmada por una organización terrorista islámica que decía estar ligada a los atentados del 11-S.
La carta, que fue recibida por el contador Carlos Oteguy, gerente por entonces de la sede, anunciaba que el banco sufriría un atentado a no ser que depositara un millón de dólares en una cuenta que sería especificada luego. El grupo aclaraba al gerente que no podía hacer ninguna denuncia si no quería que atentaran personalmente contra él, le aclaraba que se encontraría vigilado y agregaba que todo el Rockefeller Center era uno de los próximos objetivos de los terroristas.
Aunque la gerencia estaba convencida desde el primer momento que era una broma o un mensaje falso, se creyó obligada a comunicar el tema, sobre todo teniendo en cuenta el clima delicado que se vivía en Nueva York en esos momentos, en los que los medios y la Inteligencia estadounidenses no descartaban otros atentados que tuvieran simplemente el objetivo de crear más pánico e inseguridad.
Al tratarse de un tema vinculado al 11-S el gerente no quería acudir directamente a la policía neoyorquina, por lo que optó por contactarse con la embajada uruguaya en el país, informaron a Montevideo Portal allegados al caso. El embajador uruguayo era por entonces el ex vicepresidente colorado Hugo Fernández Faingold.
Faingold, que estaba en Montevideo, llamó inmediatamente a las autoridades del banco para enterarse de lo sucedido y puso al gerente en contacto con los dos encargados del Consulado uruguayo en Nueva York: el cónsul general Juan José Di Sevo y el cónsul de distrito Gerardo Prato. El embajador aconsejó especialmente al gerente que realizara la denuncia al FBI dentro del Consulado y no permitiera que lo hicieran salir de allí, amparándose en el derecho uruguayo.
Hombres de negro
Minutos después de la llamada, dos detectives trajeados del FBI -al mejor estilo Hollywood- llegaron al Consulado uruguayo para enterarse de los pormenores. En el encuentro con los agentes estuvieron presentes Di Sevo -que fue consultado por Montevideo Portal pero prefirió no dar más datos de los hechos-, Otheguy (actualmente fuera del país) y Prato (que se desempeña en Malasia). Las autoridades diplomáticas entregaron entonces una copia de la amenaza y explicaron cuál era la situación.
Tras ponerse al tanto de los hechos, los detectives explicaron que no era oportuno brindar una custodia personal al gerente porque eso serviría solamente para atraer la atención, en caso de tratarse de una amenaza con fundamento, pero dejaron los números de sus teléfonos celulares para contactarse cada vez que fuera necesario.
Según el FBI, el nombre de la organización que figuraba en la carta no pertenecía a ninguna célula terrorista reconocida, pero en el ambiente de inseguridad y de paranoia que se vivía por entonces no quisieron descartar ninguna posibilidad y comenzaron una investigación.
El FBI le pidió al gerente que actuara normalmente, que no hiciera movimientos sospechosos y le solicitaron que se comunicara a cualquier hora o cualquier momento si volvía a tener alguna comunicación de la organización. Los cónsules explicaron al FBI que el tema estaba dentro de la jurisdicción soberana del Uruguay y que toda cosa que el banco o el gerente precisaran era, a los efectos, una solicitud del país.
Los detectives pidieron expresamente que el tema no fuera comentado con nadie ni se filtrara a ningún medio de comunicación -especialmente en Uruguay- debido a que en esas fechas cualquier tema menor podría amplificarse a raíz de lo sucedido pocos días antes. Si la amenaza y el intento de extorsión tenían algún movimiento real detrás o una intención verdadera, lo peor que podía suceder era la repercusión mediática, informaron los agentes. Como no había elementos suficientes en la amenaza como para actuar de inmediato, se aconsejó esperar.
Pasados unos días, los detectives del FBI volvieron a llamar al Consulado para ver si había novedades y para informar que estaban trabajando el caso. Habían llegado a la conclusión de que la organización no estaba registrada en ningún informe de la Agencia Nacional de Seguridad, por lo que suponían que el tema simplemente se diluiría. Sin embargo, el FBI no quiso detallarle al Consulado ni al Banco República si la sucursal uruguaya era la única entidad bancaria que había sufrido este tipo de amenazas o si era un modus operandi común en otras instituciones financieras, aprovechando la inseguridad reinante.
El clima que se vivía por entonces en Nueva York era de expectativa y temor ante un nuevo atentado, y uno de los lugares que la prensa señalaba como más probables era justamente el centro financiero viejo, el Rockefeller Center, segundo en importancia económica después de Wall Street.
El tiempo no para
Después de este suceso, la vida transcurrió con normalidad para todos los trabajadores del Banco República. No hubo novedades sobre el intento de extorsión, jamás llegaron los detalles de la cuenta de la que hablaba la presunta organización islámica ni volvieron a comunicarse los detectives del FBI.
Un mes más tarde, sin embargo, varios efectivos uniformados de la Policía de Nueva York se hicieron presentes en la sucursal y solicitaron hablar con la gerencia, para sorpresa de los trabajadores que desconocían la situación.
Los policías informaron entonces que el FBI había decidido bajar la prioridad al asunto tras realizar las investigaciones pertinentes y se descartaba la amenaza por considerarla inconsistente. Inteligencia estadounidense concluyó que no era una organización seria y delineó dos explicaciones: una, que se trataba de alguien que había decidido aprovechar la situación para realizar un tanteo extorsivo, o dos, que fuera un instrumento más para sembrar pánico mediante una serie de amenazas diseminadas en distintas sucursales bancarias, aprovechando la situación post atentados.
Pocos días después de recibida la amenaza y de tener la entrevista con el FBI, la gerencia de la sucursal informó del hecho a Daniel Cairo, que por entonces era presidente del Banco República. Cairo mantuvo discreción sobre el asunto, respaldó a las autoridades de la sucursal y con el tiempo el asunto se perdió en el olvido.
Paranoia y algo más
Durante un mes, el Consulado realizó un seguimiento de la situación a diario, a través de Prato y Di Sevo, comunicando todas las novedades al embajador Fernández Faingold. A los dos meses de la amenaza, luego que el FBI quitó prioridad al asunto, se retomó la actividad normal en la sucursal del banco República y nunca se supo quién había sido el autor de aquella amenaza o a qué motivación había obedecido.
A la distancia de los años el riesgo de la amenaza parece bastante endeble y poco creíble, pero la sensación de incertidumbre estuvo alimentada por el clima con el que debieron lidiar por entonces los trabajadores del Banco República. En aquella época, el BROU no pudo evitar contagiarse de la paranoia de la Gran Manzana. Surgieron denuncias sobre las cartas contaminadas con ántrax, lo que obligó al banco -por recomendación de seguridad estadounidense- a comprar máscaras protectoras para abrir toda la correspondencia. Durante unas pocas semanas, los funcionarios del banco encargados de abrir las cartas ofrecieron una imagen caricaturesca y apocalíptica, maniobrando con guantes y una máscara gigantesca sobres que a veces simplemente traían facturas.
Aunque a diez años de los hechos la "amenaza islámica" al BROU se haya convertido simplemente en una anécdota, aquella carta, que parecía salida de una película clase B de chantaje internacional, contribuyó a aumentar un poco la tensión en días bastante convulsionados.
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